Cuando desperté estaba muerto. Las paredes del féretro son acolchadas y
muy suaves, no entiendo para qué, si ya ni siento nada ni puedo
apreciar la fantástica calidad de sus acabados. No respiro, mi cuerpo se
ha acostumbrado rápidamente al cese en su labor de tomar oxígeno del
exterior, mola mucho. El corazón no me late, eso debería haber dejado a
mi cerebro sin riego y no debería estar pensando todo esto, pero no ha
sido así, imagino que al final sí que tenemos alma o algo que
perdura y me permite darme cuenta de mi nuevo estado de muerte
absoluta, o casi. No oigo nada, ignoro si será porque me han enterrado
muy profundo o porque mis órganos auditivos ya no funcionan. Cuánto
silencio, aunque deduzco que el estar en un cementerio también tendrá
algo que ver. De pronto me aterra algo, pensar en que me entren picores
en una pierna o en un pie, ¡y no llego a rascarme! Si pudiera sudaría por la angustia,
pero entiendo que esta función también estará deshabilitada en mi recién
estrenado cadáver, un pequeño alivio por otra parte, porque con el
traje y la corbata que me han encasquetado (y no sé a qué viene lo de la
corbata, ya que en vida jamás la he usado) cualquiera se asfixiaría en
tres minutos, cualquiera que no estuviera ya muerto, claro. He intentado silbar o canturrear algo, pero mis pulmones se niegan a tomar aire, y por tanto tampoco lo puedo expulsar, me aburro bastante, la verdad...
No sé qué
hora es ni cuánto llevo aquí, ni siquiera si es de día o de noche, y
por lo que veo no me han enterrado con mi reloj, si es que una vez que te mueres, la gente pasa de tu culo. No
sé qué vendrá después, me tiro aquí las horas muertas sin visos de que
esto cambie, he intentado dormir un rato, pero claro, entre los muertos
igual lo de dormir no se estila. Estando en estas reflexiones he caído de repente en la cuenta, me ha llegado uno de esos pensamientos que alcanzan tu cerebro dejando un reguero de inquietud que te recorre la espalda y el estómago: me he dejado el gas abierto...
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