Atizó el fuego con la punta de su bastón haciendo volar briznas de ascua
alrededor de la improvisada hoguera. Miró a los niños y volvió a sentir
el mismo miedo que le llevaba azotando días y a cada momento. Desde la
semana del apagón, como decidieron llamar a aquello, no se habían
cruzado con nadie más, carreteras y calles habían quedado cubiertas de
escombros y metal retorcido, pero ni un ser vivo con el que intercambiar
una mirada o un poco de conversación. La oscuridad
que había cubierto los cielos impedía que la luz del sol calentase el
aire, se arropaban con mantas y gruesos sombreros de lana, pero aun así,
necesitaban mantener el fuego encendido. Por suerte o por desgracia
había combustible de sobra, por lo que no era mayor problema encontrar
algo que quemar, lo difícil empezaba a ser el encontrar algo que
calentar en ese fuego para después saciar el hambre.
Abuelo - exclamó de pronto uno de los niños - ¿Por qué ya no hay sol?
El anciano dudó un segundo, miró al cielo y bajando la mirada de nuevo
hacia la fogata respondió entre dientes: nos lo quitaron por no pagar…
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