Llegó como llega siempre, sin que nos demos cuenta, sin que le
prestemos la suficiente atención o credibilidad hasta que ya es tarde.
Tan preocupados estábamos por el color de nuestras cortinas, por la
marca de nuestra ropa, por tener el último modelo de coche y porque
nuestro equipo ganase otro trofeo, que no quisimos verlo. En los
noticieros, la información aparecía esporádicamente, sin querer alarmar o
crear inquietud, no fuese a verse afectada nuestra
pequeña y frágil zona de confort. Algunos lo vieron desde el principio,
auguraban que pasaría, pero eran acallados por los que veían la
realidad tal como era, esa que habita a dos palmos de nuestras narices,
esa que no va más allá del bar de la esquina y del vecino del tercero:
la que cuenta.
Hoy nos encontramos inmersos en el mayor conflicto
armado de todos los tiempos, refugiados y hambrientos, desnudos y
ateridos, ahora somos más iguales, más cercanos, más hermanos que nunca,
pero con la premisa de tener que matarnos mutuamente para que de nuevo
sea únicamente una parte de la humanidad la que tenga que preocuparse de
su peinado, de las entradas para el próximo estreno o de si combina
bien el color de su gabardina con el de sus zapatos.
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