La niebla se afanaba en devorar la oscuridad de la noche con
su gélida presencia. Al final de la tapia del cementerio, tres sombras
ataviadas con capas y sombreros raídos permanecían impávidas y erguidas con innatural prestancia junto a la carretera. A lo
lejos comenzaron a sonar las campanas de la abadía, y una nube de cuervos cruzó el camino de
tierra casi a ras de suelo levantando una momentánea y desproporcionada polvareda que
hizo estremecerse a los cercanos cipreses.
El conductor del carruaje aflojó la marcha al llegar a la
altura del grupo de embozados temiendo que pudiesen ser bandidos o, todo
lo contrario, guardas de la campiña que solían patrullar la zona para asegurar
las rutas de comercio. Al pasar junto a ellos, los pasajeros fijaron su atención en los
misteriosos personajes. Su ropa era basta y estaba desgastada, incluso algunos
jirones colgaban de sus capas y numerosos agujeros poblaban sus tocados. Sus
rostros eran pálidos y lampiños, con surcos que denotaban una edad
indeterminada pero sin duda avanzada, envueltos por un halo mezcla de quietud y perturbación procedente de la suma de sus peculiares miradas. De repente, el coche se detuvo en seco en
el mismo instante en que los tres desconocidos quedaban a la altura de las
ventanillas.
El más atrevido de los pasajeros se asomó a una de las
ventanas y se dirigió a los desconocidos en un
tono de evidente desafío.
Fue el más alto de los tres quién en un tono pausado y lúgubre susurró: Tranquilos, no les va a pasar nada, somos Edgar, Allan y
Poe, y les damos cordialmente la bienvenida a nuestro particular mundo…
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