El experimento se les había ido de las manos. La idea de
combinar sus genes con el de los humanoides oriundos del planeta les pareció en
principio perfecta: tendrían mano de obra barata y manipulable, y de paso
podrían justificar ante El Consejo que lo hacían por una razón altruista.
Error. Aquellos seres primitivos y prácticamente descerebrados se convirtieron
tras la hibridación en entidades pensantes que requerían autonomía propia
y que estaban dispuestos aplicar sus recién adquiridas capacidades para
lograrlo.
Durante los primeros años no hubo problema, los “humanos” (como
decidieron denominarlos) eran dóciles y parecían estar cómodos con sus nuevas
mejoras, pero los fallos de diseño comenzaron a aparecer en apenas dos
generaciones. Los humanos observaban las comodidades y privilegios de sus “creadores”,
y aspiraban a poder disfrutar de las mismas en algún momento. Fue una cuestión de
número. En unas décadas la población de humanos se multiplicó y creció hasta cuadruplicar
la de sus “padres genéticos”. Su inteligencia y su capacidad de comunicación
les dieron la posibilidad de rebelarse ante sus dueños y levantarse en armas, por lo que los colonizadores no tuvieron más remedio que abandonar el planeta por donde vinieron.
Y allí quedaron aquellos monos manipulados genéticamente,
solos y desnudos en la planicie, sin gobierno ni cuidado, a su albedrío tal y
como habían estado cientos de años atrás, recolectando y alimentándose de carroña, con
la diferencia de que ahora tenían alma.
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