lunes, marzo 14, 2016

En un lugar de la Tierra...



El experimento se les había ido de las manos. La idea de combinar sus genes con el de los humanoides oriundos del planeta les pareció en principio perfecta: tendrían mano de obra barata y manipulable, y de paso podrían justificar ante El Consejo que lo hacían por una razón altruista. Error. Aquellos seres primitivos y prácticamente descerebrados se convirtieron tras la hibridación en entidades pensantes que requerían autonomía propia y que estaban dispuestos aplicar sus recién adquiridas capacidades para lograrlo. 
Durante los primeros años no hubo problema, los “humanos” (como decidieron denominarlos) eran dóciles y parecían estar cómodos con sus nuevas mejoras, pero los fallos de diseño comenzaron a aparecer en apenas dos generaciones. Los humanos observaban las comodidades y privilegios de sus “creadores”, y aspiraban a poder disfrutar de las mismas en algún momento. Fue una cuestión de número. En unas décadas la población de humanos se multiplicó y creció hasta cuadruplicar la de sus “padres genéticos”. Su inteligencia y su capacidad de comunicación les dieron la posibilidad de rebelarse ante sus dueños y levantarse en armas, por lo que los colonizadores no tuvieron más remedio que abandonar el planeta por donde vinieron.
Y allí quedaron aquellos monos manipulados genéticamente, solos y desnudos en la planicie, sin gobierno ni cuidado, a su albedrío tal y como habían estado cientos de años atrás, recolectando y alimentándose de carroña, con la diferencia de que ahora tenían alma.

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