Siempre había pensado que una abducción extraterrestre sería
un hecho traumático y lleno de extravagantes circunstancias: luces estroboscópicas,
campanas de irrealidad, naves voladoras más o menos ovoides, seres
antropomorfos de variados colores...
Siempre estuve equivocado, siempre hasta que fui yo mismo el
abducido. La experiencia que relataré a continuación tuvo lugar una noche de
mayo en Madrid, ni carreteras abandonadas ni granjas en las afueras ni playas
desiertas, en pleno barrio de Malasaña, un sábado a las 12 de la noche.
Se llamaba Violeta, medía metro sesenta y tenía los ojos más
vivos a los que jamás me he enfrentado. Su mirada afilada y risueña,
penetrante, fue lo primero que me abdujo de ella, luego vino todo lo demás…
Una copa, un baile, una canción de Radio Futura a medias, una carrera bajo
el diminuto paraguas comprado a toda prisa a un ocasional vendedor ambulante a
las puertas del “Penta”. Luego un portal y unas risas, una mano despistada, una
caricia furtiva, esa mirada, y un voraz apetito que nos atrapó a ambos.
Desperté desnudo en la alborotada cama de un hostal del
centro. No recordaba cómo había llegado hasta allí ni qué había pasado. No
quedó ni rastro de ella, solo su aroma a perfume de otra galaxia y la certeza de que
me habían extraído algún órgano vital; probablemente el corazón…
No hay comentarios:
Publicar un comentario