Con la
realidad incrustada en su piel tras años de monotonía y letárgica rutina, le
era imposible soñar con la fuerza de unos ojos nuevos. Dejaba pasar los días y
los meses como se escurre el agua en un arroyo poco profundo: sin fuerza, sin
alegría, sin ganas ni esperanza...
Cuando
encontraba algo que le podía despertar de su letargo, enseguida surgían los
miedos de antaño, los temores de un futuro incierto, el terror a revivir
aquello que le había dejado tan profundas marcas que cualquiera creería que
había nacido así. Acababa por enterrarlo y rechazarlo, anteponiendo el miedo al
dolor de un destino incierto, al disfrute de un ahora placentero aunque
probablemente fugaz.
Al principio
pensó que sería pasajero, que recuperaría sus ganas y sus fuerzas con el tiempo,
pero no sucedió. La desidia se instauró en su alma firmemente, como quien se
queda a vivir en un cálido hogar sin decir nada, en silencio y sin molestar,
sin mirarte apenas a los ojos, hasta que te das cuenta de que se está comiendo
tu comida y vistiéndose tu ropa. Convirtiéndose en ti.
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